vaciló, sino que, luego de trepar decididamente la escalera, golpeó en nuestra puerta.
—¡Adelante! —dijo Dupin con voz cordial y alegre.
El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto y musculoso, con
un semblante en el que cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su rostro, muy
atezado, aparecía en gran parte oculto por las patillas y los bigotes. Traía consigo un grueso
bastón de roble, pero al parecer ésa era su única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las
buenas noches en francés; a pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era
de origen parisiense.
—Siéntese usted, amigo mío —dijo Dupin—. Supongo que viene en busca del
orangután. Palabra, se lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumo debe de
tener gran valor. ¿Qué edad le calcula usted?
El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se siente aliviado de un peso
intolerable, y contestó con tono reposado:
—No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí?
—¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la rue Dubourg,
cerca de aquí. Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en
condiciones de probar su derecho de propiedad.
—Por supuesto que sí, señor.
—Lamentaré separarme de él —dijo Dupin.
—No quisiera que usted se hubiese molestado por nada —declaró el marinero—. Estoy
dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal. Una suma razonable, se
entiende.
—Pues bien —repuso mi amigo—, eso me parece muy justo. Déjeme pensar: ¿qué le
pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted todo lo que sabe
sobre esos crímenes en la rue Morgue.
Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran tranquilidad.
Después, con igual calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardó la llave en el bolsillo.
Sacando luego una pistola, la puso sin la menor prisa sobre la mesa.
El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se hubiera apoderado
de él. Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo después se dejó caer de nuevo en el
asiento, temblando violentamente y pálido como la muerte. No dijo una palabra. Lo
compadecí desde lo más profundo de mi corazón.
—Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad —dijo cordialmente Dupin—. Le
aseguro que no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos de nosotros querer
perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de francés. Estoy perfectamente enterado de
que es usted inocente de las atrocidades de la rue Morgue. Pero sería inútil negar que, en
cierto modo, se halla implicado en ellas. Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que
poseo medios de información sobre este asunto, medios que le sería imposible imaginar. El
caso se plantea de la siguiente manera: usted no ha cometido nada que no debiera haber
cometido, nada que lo haga culpable. Ni siquiera se le puede acusar de robo, cosa que pudo
llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni razón para hacerlo. Por otra parte,
el honor más elemental lo obliga a confesar todo lo que sabe. Hay un hombre inocente en la
cárcel, acusado de un crimen cuyo perpetrador puede usted denunciar.
Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado en buena parte
su compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíase desvanecido por completo.
—¡Dios venga en mi ayuda! —dijo, después de una pausa—. Sí, le diré todo lo que sé
sobre este asunto, aunque no espero que crea ni la mitad de lo que voy a contarle... ¡Estaría