espalda a la ventana, y, a juzgar por el tiempo transcurrido entre la entrada de la bestia y los
gritos, parecía probable que en un primer momento no hubieran advertido su presencia. El
golpear de la persiana pudo ser atribuido por ellas al viento.
En el momento en que el marinero miró hacia el interior del cuarto, el gigantesco
animal había aferrado a madame L’Espanaye por el cabello (que la dama tenía suelto, como
si se hubiera estado peinando) y agitaba la navaja cerca de su cara imitando los
movimientos de un barbero. La hija yacía postrada e inmóvil, víctima de un desmayo. Los
gritos y los esfuerzos de la anciana señora, durante los cuales le fueron arrancados los
mechones de la cabeza, tuvieron por efecto convertir los propósitos probablemente
pacíficos del orangután en otros llenos de furor. Con un solo golpe de su musculoso brazo
separó casi completamente la cabeza del cuerpo de la víctima. La vista de la sangre
transformó su cólera en frenesí. Rechinando los dientes y echando fuego por los ojos, saltó
sobre el cuerpo de la joven y, hundiéndole las terribles garras en la garganta, las mantuvo
así hasta que hubo expirado. Las furiosas miradas de la bestia cayeron entonces sobre la
cabecera del lecho, sobre el cual el rostro de su amo, paralizado por el horror, alcanzaba
apenas a divisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no olvidaba el temido látigo, se
cambió instantáneamente en miedo. Seguro de haber merecido un castigo, pareció deseoso
de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por el cuarto lleno de nerviosa agitación,
echando abajo y rompiendo los muebles a cada salto y arrancando el lecho de su bastidor.
Finalmente se apoderó del cadáver de