»Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que conocía desde hacía tres años a las dos
víctimas, de cuya ropa se ocupaba. La anciana y su hija parecían hallarse en buenos
términos y se mostraban sumamente cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada
sobre su modo de vida y sus medios de subsistencia. Creía que madame L. decía la
buenaventura. Pasaba por tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la
casa cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían ningún
criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en el cuarto piso.
»Pierre Moreau, vendedor de tabaco, declara que desde hace cuatro años vendía
regularmente pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a madame L’Espanaye. Nació en la
vecindad y ha residido siempre en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de
seis años la casa donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero,
que alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de propiedad de
madame L., quien se sintió disgustada por los abusos que cometía su inquilino y ocupó
personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna. La anciana señora daba señales
de senilidad. El testigo vio a su hija unas cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas
llevaban una vida muy retirada y pasaban por tener dinero. Había oído decir a los vecinos
que madame L. decía la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la
anciana y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico que
hizo ocho o diez visitas.
»Muchos otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se ha hablado
de nadie que frecuentara la casa. Se ignora si madame L. y su hija tenían parientes vivos.
Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas delanteras. Las de la parte posterior
estaban siempre cerradas, salvo las de la gran habitación en la parte trasera del cuarto piso.
La casa se hallaba en excelente estado y no era muy antigua.
»Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al
llegar a la casa, encontró a unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por
entrar. Violentó finalmente la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa). No le costó
mucho abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores ni
arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta, cesando luego de
golpe. Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran los más agudos dolores; eran
gritos agudos y prolongados, no breves y precipitados. El testigo trepó el primero las
escaleras. Al llegar al primer descanso oyó dos voces que discutían con fuerza y
agriamente; una de ellas era ruda y la otra mucho más aguda y muy extraña. Pudo entender
algunas palabras provenientes de la primera voz, que correspondía a un francés. Estaba
seguro de que no se trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y
diable. La voz más aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de un
hombre o una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que hablaba en
español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue descrito por el testigo en la
misma forma que lo hicimos ayer.
»Henri Duval, vecino, de profesión platero, declara que formaba parte del primer grupo
que entró en la casa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la
puerta, volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo
avanzado de la hora, se estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensa que la voz más
aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se trataba de un francés. No puede
asegurar