Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido en
remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a alguna conclusión. Con
frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel que la emprende se queda asombrado por
la distancia aparentemente ilimitada e inconexa entre el punto de partida y el de llegada.
¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras que acababa de pronunciar
Dupin y reconocer que correspondían a la verdad!
—Si no me equivoco —continuó él—, habíamos estado hablando de caballos
justamente al abandonar la rue C... Éste fue nuestro último tema de conversación. Cuando
cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una gran canasta en la cabeza pasó
rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted contra una pila de adoquines
correspondiente a un pedazo de la calle en reparación. Usted pisó una de las piedras sueltas,
resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas
palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio. Yo no
estaba especialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación se ha
convertido para mí en una necesidad.
»Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire quisquilloso los
agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en las
piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines
experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Aquí su
rostro se animó y, al notar que sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la
palabra “estereotomía”, término que se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de
pavimento. Sabía que para usted sería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a
pensar en átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no
hace mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera —por lo demás
desconocida— las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto confirmadas en la
reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto, que usted no dejaría de alzar
los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y estaba seguro de que lo haría. Efectivamente,
miró usted hacia lo alto y me sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta
ese momento. Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el
escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del remendón antes
de calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual hemos hablado muchas veces. Me
refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió Urión; y dada
cierta acritud que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había
olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly.
Que así lo hizo, lo supe por la sonrisa que pasó por sus labios. Pensaba usted en la
inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había caminado algo encorvado, pero
de pronto le vi erguirse en toda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la
diminuta figura de Chantilly. Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle
notar que, en efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en el Théâtre des
Variétés.
Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición nocturna de la Gazette des
Tribunaux cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra atención: