hombres tenían como una ventana por la cual podía verse su corazón y estaba pronto a
demostrar sus afirmaciones con pruebas tan directas como sorprendentes del íntimo
conocimiento que de mí tenía. En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus
ojos miraban como sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor,
subía a un falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado y lo preciso de
sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchas veces pensar en la antigua
filosofía del alma doble, y me divertía con la idea de un doble Dupin: el creador y el
analista.
No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algún misterio o
escribiendo una novela. Lo que he referido de mi amigo francés era tan sólo el producto de
una inteligencia excitada o quizá enferma. Pero el carácter de sus observaciones en el curso
de esos períodos se apreciará con más claridad mediante un ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palais Royal.
Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba durante un
cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras:
—Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
—No cabe duda —repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto había
estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis
pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentí profundamente
asombrado.
—Dupin —dije gravemente—, esto va más allá de mi comprensión. Le confieso sin
rodeos que estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible
que haya sabido que yo estaba pensando en...?
Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién
estaba yo pensando.
—En Chantilly —dijo Dupin—. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted diciéndose que
su pequeña estatura le veda los papeles trágicos.
Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex remendón de la
rue Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la
tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que la gente se burlara de él.
—En nombre del cielo —exclamé—, dígame cuál es el método... si es que hay un
método... que le ha permitido leer en lo más profundo de mí.
En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto a reconocer.
—El frutero —replicó mi amigo— fue quien lo llevó a la conclusión de que el
remendón de suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus omne.
—¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero.
—El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle... hará un cuar Ѽ)