conjuntamente con el lugar más cercano del tronco del árbol, sólo constituían dos puntos
para fijar una línea de dirección. El error, insignificante en sí, fue aumentando a medida que
trazábamos la línea, y al llegar a los cincuenta pies nos habíamos alejado por completo del
buen lugar. De no haber estado tan absolutamente convencido de que realmente había allí
un tesoro escondido, todos nuestros esfuerzos habrían terminado en la nada.
—Pero su grandilocuencia, Legrand, y esa manera de balancear el escarabajo... ¡cuan
extraño era todo eso! Llegué a convencerme de que se había vuelto loco. ¿Y por qué
insistió en hacer descender el escarabajo, y no una bala u otro peso?
—Para serle franco, me sentía un tanto picado por sus sospechas concernientes a mi
salud mental y decidí castigarlo a mi manera, con un poquitín de mistificación en frío. Por
eso balanceaba el escarabajo, y también por eso lo hice bajar desde el cráneo. Una
observación suya sobre lo mucho que pesaba el insecto me decidió a adoptar este último
procedimiento.
—¡Ah, ya entiendo! Y ahora sólo queda un punto por aclarar. ¿Qué deduciremos de los
esqueletos que encontramos en el agujero?
—He aquí una cuestión que ni usted ni yo podríamos contestar. Sólo se me ocurre una
explicación plausible... y, sin embargo, cuesta creer una atrocidad como la que mi sugestión
implica. Me parece evidente que Kidd (si fue él mismo quien escondió el tesoro, cosa que
por mi parte no dudo) necesitó ayuda en su trabajo. Pero, una vez terminado éste, debió
considerar la conveniencia de eliminar a todos los que participaban de su secreto. Quizá le
bastó un par de azadonazos mientras sus ayudantes estaban ocupados en el pozo; tal vez
hizo falta una docena... ¿Quién podría decirlo?