gráficas me irritaron, ya que se me consideraba un buen artista; por eso, cuando me
devolvió el trozo de pergamino, me dispuse a arrugarlo y tirarlo al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel —dije.
—No. Se parecía bastante al papel y por un momento creí que lo era, pero cuando me
puse a dibujar descubrí que se trataba de un trozo de pergamino sumamente delgado.
Recordará usted que estaba muy sucio. Pues bien, iba a estrujarlo, cuando mis ojos cayeron
sobre el croquis que usted había estado mirando, y puede imaginarse mi estupefacción al
advertir que, verdaderamente, en el lugar donde yo había trazado el diseño del escarabajo
había una calavera. Por un momento me quedé tan sorprendido que no pude pensar
distintamente. Sabía muy bien que mi dibujo difería por completo de aquél en sus detalles,
aunque, en líneas generales, hubiera cierta semejanza. Tomando una bujía me fui al otro
extremo del salón para estudiar de cerca el pergamino. Al volverlo vi en él mi croquis, tal
como lo había hecho. Mi primera idea fue pensar en lo curioso de aquella similaridad de
diseño, en la extraña coincidencia de que, sin saber, del otro lado del pergamino hubiese un
cráneo exactamente debajo de mi croquis del escarabajo, y que dicho cráneo se le parecía
tanto en la figura como en el tamaño. Admito que la singularidad de esta coincidencia me
dejó completamente estupefacto por un momento. Tal es el efecto usual de las
coincidencias. La inteligencia lucha por establecer una conexión, un enlace de causa y
efecto, y, al no conseguirlo, queda momentáneamente como paralizada. Pero, al recobrarme
del estupor, gradualmente empezó a surgir en mí una noción que me sorprendió todavía
más que la coincidencia. Comencé a recordar positiva y claramente que en el pergamino no
había ningún dibujo cuando trazara el del escarabajo. Estaba completamente seguro,
porque me acordaba de haberlo vuelto en uno y otro sentido, buscando la parte más limpia.
Si el cráneo hubiese estado allí, no podía habérseme escapado. Indudablemente estaba en
presencia de un misterio que me resultaba imposible explicar; pero, incluso en aquel
momento, me pareció que en lo más hondo y secreto de mi inteligencia se iluminaba algo
así como una luciérnaga mental, una noción de esa verdad que nuestra aventura de anoche
demostró tan magníficamente. Me levanté en seguida y, guardando el pergamino en lugar
seguro, dejé todas las reflexiones para el momento en que me quedara solo.
»Una vez que usted se hubo marchado y Júpiter dormía profundamente, me puse a
investigar el asunto con mayor método. En primer término consideré la forma en que el
pergamino había llegado a mis manos. El lugar donde encontramos el escarabajo queda en
la costa del continente, aproximadamente una milla al este de la isla y a poca distancia del
nivel de la marea alta. Cuando lo atrapé, me mordió con fuerza, obligándome a soltarlo.
Júpiter, procediendo con su prudencia acostumbrada, miró alrededor en busca de una hoja o
de algo que le permitiera apoderarse con seguridad del insecto, que había volado en su
dirección. Fue entonces cuando sus ojos y los míos cayeron sobre el trozo de pergamino,
que en el momento me pareció papel. Aparecía enterrado a medias en la arena y sólo una
punta sobresalía. Cerca del lugar donde lo encontramos reparé en los restos de la quilla de
una embarcación que debió ser la chalupa de un barco. Aquellos restos daban la impresión
de hallarse allí desde hacía mucho, porque apenas podía reconocerse la forma primitiva de
las maderas.
»Júpiter recogió el pergamino, envolvió en él el escarabajo y me lo dio. Poco más tarde
desandamos el camino y me encontré con el teniente G... Al mostrarle el insecto me pidió
que se lo prestara para llevarlo al fuerte. Acepté, y se lo puso en el bolsillo del chaleco, sin
el pergamino en que había estado envuelto y que yo conservaba en la mano durante la
inspección. Quizá el teniente temió que yo cambiara de opinión y pensó que era preferible