hasta las dos y cenamos, para volver inmediatamente a las colinas provistos de tres sólidos
sacos que por fortuna había en la cabaña. Llegamos al pozo poco antes de las cuatro,
dividimos el remanente del botín entre los tres y, sin tapar el pozo, retornamos a casa,
adonde arribamos con nuestras áureas cargas en momentos en que las primeras luces del
alba comenzaban a asomar en el este sobre las cimas de los árboles.
Estábamos completamente agotados, pero la intensa excitación que nos dominaba no
nos permitía descansar. Luego de un sueño intranquilo de tres o cuatro horas nos
levantamos como de común acuerdo para examinar nuestro tesoro.
El cofre había estado lleno hasta los bordes, y pasamos todo el día y gran parte de la
noche siguiente haciendo el inventario de su contenido. No había en él la menor señal de
orden. Las cosas estaban mezcladas y revueltas. Luego de separarlas con cuidado,
descubrimos que éramos dueños de una fortuna aún mayor de lo que habíamos supuesto.
Nada más que en monedas su valor excedía de cuatrocientos cincuenta mil dólares
—
calculando lo mejor posible el valor de las monedas con arreglo a las tablas de la época—.
No había una sola partícula de plata. Todo era oro, de antigua data y gran variedad, dinero
francés, español y alemán, junto con unas pocas guineas inglesas y algunas fichas, de las
cuales nunca habíamos visto ningún ejemplar. Descubrimos varias monedas tan grandes
como pesadas, pero las inscripciones eran indescifrables por el uso. No encontramos
monedas americanas.
Más difícil era calcular el valor de las joyas. Los diamantes (algunos de ellos
extraordinariamente grandes y hermosos) sumaban en total ciento diez, sin que hubiera uno
solo pequeño; dieciocho rubíes de notable transparencia; trescientas diez esmeraldas, todas
muy hermosas; veintiún zafiros y un ópalo. Las piedras habían sido arrancadas de su
montura y arrojadas en montón al cofre. Encontramos también las monturas mezcladas con
el resto del oro; parecían haber sido aplastadas a martillazos, a fin de impedir que se las
identificara. Aparte de esto habí a cantidad de joyas y objetos de oro macizo: casi doscientos
anillos y aros, ricas cadenas —unas treinta, si recuerdo bien—, ochenta y tres grandes y
pesados crucifijos, y cinco incensarios de gran valor; una prodigiosa copa para punch,
ornamentada con pámpanos ricamente cincelados, y figuras báquicas; dos puños de espada
exquisitamente trabajados, y multitud de objetos más pequeños que no recuerdo. El peso
total de estas joyas pasaba de trescientas cincuenta libras, y en este cálculo no he contado
ciento noventa y siete magníficos relojes de oro, de los cuales tres valían quinientos dólares
cada uno. Muchos eran antiquísimos y sin valor como relojes, ya que la máquina había
sufrido por la corrosión, pero todos estaban ricamente ornados de pedrerías y tenían
estuches de grandísimo valor. Aquella noche calculamos que el contenido total del cofre
valía un millón y medio de dólares; pero, cuando más tarde procedimos a liquidar los dijes
y las joyas (guardando unas pocas para nuestro uso personal), descubrimos que las
habíamos estimado muy por debajo de la realidad.
Cuando acabó, por fin, nuestro inventario y la intensa exaltación del momento
disminuyó un tanto, Legrand advirtió que yo me moría de impaciencia por la solución de
tan extraordinario enigma y procedió a proporcionarme todos los detalles vinculados con el
mismo.
—Recordará usted —empezó— la noche en que le alcancé el tosco dibujo que acababa
de hacer del scarabæus. También recordará que me chocó muchísimo su insistencia en que
mi diseño hacía pensar en una calavera. La primera vez que me lo dijo creí que se estaba
burlando, pero luego recordé las curiosas manchas en el dorso del insecto y reconocí que su
observación tenía algún fundamento. No obstante, sus referencias irónicas a mis aptitudes