conducta había nacido de un caprichoso deseo de jugar, pero ahora advertimos en sus
ladridos un tono de profunda inquietud. Cuando Júpiter trató de embozalarlo nuevamente
opuso una furiosa resistencia y, saltando al agujero, cavó frenéticamente la tierra con sus
patas. Segundos más tarde ponía en descubierto una masa de huesos humanos que
formaban dos esqueletos completos, entre los cuales se advertían varios botones metálicos
y aparentes restos de lana podrida. Uno o dos golpes de pala sacaron a la superficie un
ancho cuchillo español; seguimos cavando y descubrimos tres o cuatro monedas de oro y de
plata.
A la vista de estas últimas, la alegría de Júpiter pudo apenas contenerse, pero el rostro
de su amo expresó la más profunda decepción. Nos pidió, sin embargo, que siguiéramos
cavando y, apenas había pronunciado las palabras, cuando tropecé y caí hacia adelante,
enganchada la punta de mi bota en un gran anillo de hierro que yacía semienterrado en la
tierra removida.
Reanudamos el trabajo con renovado ardor y jamás viví diez minutos de mayor
excitación. Nos bastó ese tiempo para desenterrar a medias un cofre oblongo de madera
que, a juzgar por su perfecto estado de conservación y dureza de su material, debía de haber
sufrido algún proceso de mineralización —probablemente con ayuda del bicloruro de
mercurio—. La caja tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y dos y medio de
profundidad. Estaba firmemente asegurada por bandas remachadas de hierro forjado, que
hacían una especie de enrejado sobre todo el cofre. A cada lado, cerca de la parte superior,
se veían tres anillos de hierro, seis en total, mediante los cuales el cofre podía ser
cómodamente transportado por otros tantos hombres. Nuestros esfuerzos combinados sólo
sirvieron para mover ligeramente el cofre en su lecho de tierra. Inmediatamente
comprendimos la imposibilidad de mover semejante peso. Por fortuna, la tapa no estaba
sujeta más que por dos pasadores. Los corrimos temblando, jadeando de ansiedad. Un
instante más tarde brillaba ante nosotros un tesoro de incalculable valor. Los rayos de la
linterna cayeron sobre él, haciendo brotar de un confuso montón de oro y plata fulgores y
reflejos que literalmente nos cegaron.
No pretenderé describir los sentimientos que me dominaron al contemplar aquello. La
estupefacción, claro está, predominaba. Legrand parecía agotado por la excitación y sólo
habló unas pocas palabras. Durante algunos minutos, el rostro de Júpiter se puso todo lo
pálido que la naturaleza permite a la cara de un negro. Parecía atónito, fulminado. Pero
pronto cayó de rodillas en el pozo y, hundiendo los desnudos brazos hasta los codos en el
oro, los dejó así como si estuviera gozando de las delicias de un baño. Por fin, con un
suspiro, exclamó como si hablara consigo mismo:
—¡Y todo esto viene del bicho de oro! ¡Del precioso bicho de oro, del pobre bicho de
oro, que yo traté con tanta brutalidad! ¿No estás avergonzado de ti mismo, negro?
¡Contesta! Fue necesario, finalmente, que hiciera notar a amo y criado la necesidad de
transportar el tesoro. Ya era tarde y no poco trabajo tendríamos hasta haber depositado todo
en la cabaña antes del amanecer. Resultaba difícil decidir el mejor procedimiento, y
pasamos largo rato deliberando; tan confusas eran nuestras ideas. Por fin, retiramos dos
tercios del contenido del cofre y con gran trabajo pudimos levantarlo a la superficie. Los
objetos que habíamos retirado fueron depositados entre las zarzas y dejamos al perro que
los cuidara, con órdenes estrictas de Júpiter de que no se moviera para nada del lugar ni
abriera la boca hasta nuestro regreso. Llevando el cofre, emprendimos apresuradamente el
retorno a casa, adonde llegamos sanos y salvos, aunque agotados, a la una de la mañana.
Exhaustos como estábamos, era humanamente imposible proseguir. Descansamos, pues,