que la farsa terminaría allí. Legrand, sin embargo, aunque evidentemente desconcertado, se
secó la frente con aire pensativo y reanudó el trabajo. Habíamos excavado por completo el
círculo de cuatro pies de diámetro; ampliamos un poco más el límite y ahondamos otros dos
pies. Nada apareció. El buscador de oro, que me inspiraba la más sincera lástima, saltó, por
fin, del pozo con la más amarga decepción impresa en cada uno de sus rasgos y comenzó
lentamente a ponerse la chaqueta que se había quitado al iniciar su labor. Yo no hice la
menor observación. A una señal de su amo, Júpiter recogió los utensilios. Hecho esto, y
luego de quitar el bozal al perro, iniciamos en profundo silencio el regreso a casa.
Habríamos caminado apenas unos doce pasos, cuando Legrand soltó un juramento,
corrió hacia Júpiter y lo sujetó por el cuello. El estupefacto negro abrió enormemente los
ojos y la boca, soltó las palas y se puso de rodillas.
—¡Tunante! —gritó Legrand, haciendo silbar la palabra entre sus dientes—. ¡Negro
infernal, maldito pícaro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame ahora mismo y, sobre todo, no vayas
a soltar un embuste! ¿Cuál... cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, Dios mío, massa Will...! ¿No es éste mi ojo izquierdo? —clamó el aterrado
Júpiter, tapándose con la mano el ojo derecho y manteniéndola allí con desesperada
obstinación, como si temiera que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Me lo imaginé! ¡Pero, claro! ¡Hurra! —vociferó Legrand, soltando al negro y
ejecutando una serie de cabriolas y saltos, con no poco asombro de su criado, quien, ya de
pie, nos miraba una y otra vez alternativamente.
—¡Vamos! ¡Volvamos allá! —dijo Legrand—. ¡La caza no ha terminado!
Y se encaminó resueltamente en dirección al tulípero.
—Júpiter, ven aquí—ordenó cuando llegamos al pie del árbol—. Dime, ¿estaba el
cráneo clavado a la rama con la cara para afuera o con la cara contra la rama?
—Con la cara para afuera, massa, para que los cuervos pudieran llegarle a los ojos sin
ningún trabajo.
—Muy bien. ¿Y fue por este ojo o por este otro que dejaste pasar el escarabajo?
—
insistió Legrand, tocando alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por éste, massa... por el izquierdo... como usted me mandó —y de nuevo el negro se
tocaba el ojo derecho.
—Bueno, basta con eso. Hay que recomenzar.
Y mi amigo, en cuya locura yo veía ahora o me imaginaba que veía ciertos indicios de
método, retiró la estaca que señalaba el lugar donde había caído el escarabajo y la fijó unas
tres pulgadas hacia el oeste de su anterior posición. Colocando la cinta métrica como antes,
a partir del punto más próximo del tronco del árbol hasta la estaca, continuó la línea hasta
una distancia de cincuenta pies, señalando allí un lugar que quedaba a varias yardas de
distancia del sitio donde habíamos estado cavando.
Legrand trazó un círculo en torno a este nuevo punto, haciéndolo algo mayor que el
anterior, y otra vez nos pusimos a trabajar con las palas. Yo estaba terriblemente cansado;
pero, sin darme cuenta de lo que había alterado el curso de mis pensamientos, dejé de sentir
aversión por la labor que me imponían. Inexplicablemente me sentía lleno de interés... de
excitación. Quizá hubiera algo en la extravagante conducta de Legrand, algo de
premonición o de seguridad, que me impresionaba. Cavé tesoneramente y más de una vez
me sorprendí pensando —con algo que tenía mucho de esperanza— en el tesoro imaginario
cuya visión había enloquecido a mi infortunado compañero. En el momento en que esas
fantasías me dominaban con mayor violencia, y cuando llevábamos más de una hora
trabajando, los violentos ladridos del perro volvieron a interrumpirnos. La primera vez su