de no soltar el extremo.
—¡Ya está, massa Will! Es muy fácil pasar el bicho por el agujero. ¡Mírelo cómo baja!
Durante este diálogo no podía verse porción alguna de Júpiter; pero ahora, al
descender, el escarabajo apareció en el extremo del hilo y brilló como un globo de oro puro
bajo los últimos rayos del sol poniente, que aún alcanzaban a iluminar la eminencia donde
estábamos. El escarabajo colgaba por debajo del nivel de las ramas y, si Júpiter lo hubiese
soltado, habría caído a nuestros pies. Legrand se apoderó al punto de la guadaña y despejó
un espacio circular de unas tres o cuatro yardas de diámetro, exactamente debajo del
insecto, hecho esto, ordenó a Júpiter que soltara el hilo y que bajara del árbol.
Clavando con todo cuidado una estaca en el suelo, exactamente en el lugar donde había
caído el escarabajo, mi amigo extrajo del bolsillo una cinta métrica. Fijó un extremo de la
parte del tronco del árbol más cercana a la estaca y la desenrolló hasta alcanzar el punto
donde estaba ésta; siguió luego desenrollando la cinta, siguiendo la dirección ya establecida
por los dos puntos, hasta una distancia de cincuenta pies, mientras Júpiter limpiaba de
zarzas el lugar con ayuda de la guadaña. En el sitio así alcanzado, Legrand fijó otra clavija
y, tomándola por centro, trazó un tosco círculo de unos cuatro pies de diámetro.
Empuñando una pala y dándonos las otras se puso a cavar con toda la rapidez posible.
A decir verdad, jamás he tenido mucha inclinación hacia semejante tarea, y en este caso
habría renunciado con gusto a ella, porque la noche se acercaba y la caminata me había
fatigado mucho. Pero no había escapatoria y temí turbar con mi negativa la serenidad de mi
amigo. Si hubiera podido contar con la ayuda de Júpiter no habría vacilado en arrastrar por
la fuerza al lunático y devolverlo a su casa; pero conocía demasiado bien la manera de ser
del viejo negro para esperar que se pusiera a mi lado, bajo cualesquiera circunstancias, en
una lucha personal contra su amo. No cabía duda de que éste se habí a dejado atrapar por
una de las innumerables supersticiones sureñas acerca de tesoros enterrados, y que su
fantasía se había exacerbado con el hallazgo del escarabajo, o quizá por la obstinación de
Júpiter al sostener que se trataba de «un bicho de oro verdadero». Una mente con tendencia
a la insania está pronta a dejarse arrastrar por semejantes sugestiones —especialmente si
coinciden con ideas preconcebidas—. Me acordé también de la frase del pobre hombre
acerca de que el insecto sería «el índice de su fortuna». Me sentía profundamente afectado
y perplejo, pero decidí finalmente tomar las cosas lo mejor posible, cavar con mi mejor
voluntad y convencer lo antes posible al visionario, por comprobación ocular, de la falacia
de sus ensueños.
Una vez encendidas las linternas, nos pusimos a trabajar con un tesón digno de motivo
más racional; y a medida que la luz caía sobre uno u otro, no podía dejar de pensar en el
pintoresco grupo que formábamos y cuan extrañas y sospechosas habrían parecido nuestras
actividades a cualquier intruso que pasara por casualidad cerca de allí.
Durante dos horas cavamos de firme. No hablábamos gran cosa y nuestra mayor
preocupación eran los ladridos del perro, que se mostraba sumamente interesado por
nuestro trabajo. A la larga se volvió tan fastidioso, que temimos diese la alarma a quienes
vagaran por las inmediaciones; aunque, en realidad, era Legrand quien se inquietaba más,
pues yo me hubiera sentido bien contento de cualquier interrupción que me ayudase a hacer
volver a mi amigo a su casa. Júpiter se encargó finalmente de acallar el estrépito; saliendo
del pozo con aire de gran resolución, convirtió en bozal sus tirantes, y, luego de cerrar así la
boca del animal, volvió con una grave sonrisa a su trabajo.
Terminadas las dos horas, estábamos ya a una profundidad de cinco pies, sin que
apareciera la menor señal de tesoro. Siguió un momento de descanso y comencé a esperar