Legrand nos había estado esperando con ansiosa expectativa. Estrechó mi mano con un
expressement nervioso que me alarmó y me hizo temer todavía más lo que venía
sospechando. Mi amigo estaba pálido, hasta parecer un espectro, y sus profundos ojos
brillaban con un resplandor anormal. Después de indagar acerca de su salud, y sin saber qué
decir, le pregunté si el teniente G... le había devuelto el escarabajo.
—¡Oh, si! —me respondió, ruborizándose violentamente—. Lo recuperé a la mañana
siguiente. Nada podría separarme de ese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tenía razón
acerca de él?
—¿En qué sentido? —pregunté, con un penoso presentimiento.
—Al suponer que era un escarabajo de oro verdadero.
Dijo estas palabras con profunda seriedad, cosa que me apenó indeciblemente.
—Este insecto está destinado a hacer mi fortuna —continuó mi amigo con una sonrisa
triunfante—, y devolverme las posesiones de mi familia. ¿Le extraña, entonces, que lo
considere tan valioso? Puesto que la Fortuna ha decidido concedérmelo, no me queda más
que usarlo adecuadamente, y así llegaré hasta el oro del cual él es índice. ¡Júpiter, tráeme el
escarabajo!
—¿Qué? ¿El bicho, massa? Prefiero no tener nada que ver con ese bicho... Mejor que
vaya a buscarlo usted mismo.
Legrand se levantó con aire grave y me trajo el insecto, que se hallaba depositado en
una caja de cristal. Era un hermoso scarabæus, desconocido para los naturalistas de aquella
época y sumamente precioso desde un punto de vista científico. En una extremidad del
dorso tenía dos manchas negras y redondas, y una mancha larga en el otro extremo. Poseía
élitros extremadamente duros y relucientes, con toda la apariencia del oro bruñido. El peso
del insecto era realmente notable, por lo cual, todo bien considerado, no podía reprochar a
Júpiter su opinión al respecto; pero que Legrand compartiera ese parecer era más de lo que
alcanzaba a explicarme.
—Lo he mandado llamar —me dijo con tono grandilocuente y apenas hube terminado
de examinar el insecto— para gozar de su consejo y su ayuda en el cumplimiento de las
decisiones del Destino y del escarabajo...
—Mi querido Legrand —exclamé, interrumpiéndolo—, evidentemente usted no está
bien, y sería mejor que tomara algunas precauciones. Le ruego que se acueste, mientras yo
me quedo acompañándolo unos días, hasta su completa mejoría. Está afiebrado y...
—Tómeme el pulso —me dijo.
Así lo hice y, a decir verdad, no advertí la menor indicación de fiebre.
—Es posible estar enfermo y no tener fiebre —insistí—. Permítame, por esta vez, ser
su médico. Ante todo, vaya a acostarse. Y luego...
—Se equivoca usted —dijo Legrand—. Me siento tan bien como es posible estarlo con
la excitación que me domina. Si realmente desea mi bien, ayúdeme a terminar con ella.
—¿Y cómo es posible?
—Muy sencillamente. Júpiter y yo partimos a una expedición a las colinas, en tierra
firme, y nos hace falta la ayuda de una persona en quien podamos confiar. Usted es esa
persona. Triunfemos o no, la excitación que ahora me domina cesará igualmente.
—Tengo el mayor deseo de serle útil —repuse—, pero... ¿quiere usted dar a entender
que este infernal escarabajo se relaciona con nuestra expedición a las colinas?
—Por supuesto.
—Entonces, Legrand, no tomaré parte en tan absurda empresa.
—Lo siento... lo siento muchísimo... porque tendremos que arreglárnoslas solos.