—¡Solos! ¡Ah, seguramente este hombre se ha vuelto loco! ¡Espere! ¿Cuánto tiempo
durará su ausencia?
—Probablemente toda la noche. Saldremos en seguida y, pase lo que pase, estaremos
de vuelta a la salida del sol.
—¿Me promete usted, por su honor que una vez acabado este capricho suyo, y
liquidado el asunto del insecto (¡santo Dios!), volverá a casa y seguirá al pie de la letra mis
prescripciones y las de su médico?
—Sí, lo prometo. Y ahora vámonos, porque no hay tiempo que perder.
Profundamente deprimido, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro, Legrand, Júpiter
y yo nos pusimos en marcha, llevando también al perro. Júpiter se encargó de la guadaña y
las palas e insistió en acarrear con todo, creo que más por miedo de que alguno de esos
implementos quedara en manos de su amo que por exceso de complacencia. Estaba muy
malhumorado, y «maldito bicho» fueron las únicas palabras que brotaron de sus labios
durante todo el viaje. Por mi parte, me habían confiado un par de linternas sordas, mientras
Legrand se contentaba con el escarabajo, que había atado al extremo de un hilo y hacia
girar a su alrededor mientras andaba, con aire de prestidigitador. Cuando reparé en esta
última y clara prueba de la demencia de mi amigo, apenas pude contener las lágrimas. Me
pareció, sin embargo, preferible seguirle la corriente, al menos por el momento, hasta que
pudiese adoptar medidas más enérgicas con garantías de buen resultado. Inútilmente traté
de sondearlo sobre los propósitos de la expedición. Una vez que hubo logrado convencerme
de que lo acompañara, no parecía dispuesto a mantener conversación sobre ningún tema
menudo, y a todas mis preguntas respondía invariablemente: «¡Ya veremos!»
Por medio de un esquife cruzamos el arroyo en la punta de la isla y, remontando las
onduladas colinas de la orilla opuesta, nos encaminamos hacia el noroeste, atravesando una
región tan salvaje como desolada, donde era imposible descubrir la menor huella de pie
humano. Legrand rompía la marcha con gran decisión, deteniéndose aquí y allá para
consultar ciertas indicaciones en el terreno, que supuse había hecho él mismo en una
ocasión anterior.
De esta manera avanzamos durante unas dos horas, y el sol se ponía cuando entramos
en una zona muchísimo más desolada de lo que habíamos visto hasta entonces. Era una
especie de meseta, cerca de la cima de un monte casi inaccesible, cuyas laderas aparecían
densamente arboladas y sembradas de enormes peñascos que daban la impresión de estar
sueltos en el suelo, y a los que sólo el soporte de los troncos impedía rodar a los valles
inferiores. Profundos precipicios en distintas direcciones daban a aquel escenario un aire
todavía más grande de solemnidad.
La plataforma natural a la que habíamos trepado estaba cubierta de espesas zarzas, a
través de las cuales hubiera sido imposible pasar de no tener con nosotros la guadaña. Bajo
las órdenes de su amo, Júpiter empezó a abrir un camino en dirección a un gigantesco
tulípero, que se alzaba allí en unión de unos ocho o diez robles, sobrepasándolos a todos
(como hubiera sobrepasado a cualquier otro árbol) por la belleza de su follaje, su forma, la
enorme extensión de las ramas y su majestuosa apariencia.
Una vez llegados al pie del tulípero, Legrand se volvió a Júpiter y le preguntó si se
animaba a trepar a la copa. El buen viejo se quedó un tanto aturdido y no contestó al
principio. Acercóse por fin al enorme árbol, dio lentamente la vuelta, examinándolo
minuciosamente. Terminado el escrutinio, se limitó a decir:
—Sí, massa. Júpiter puede treparse a cualquier árbol del mundo.
—Pues arriba entonces, y lo antes posible, porque está oscureciendo y pronto no