Test Drive | Page 213

—¡Solos! ¡Ah, seguramente este hombre se ha vuelto loco! ¡Espere! ¿Cuánto tiempo durará su ausencia? —Probablemente toda la noche. Saldremos en seguida y, pase lo que pase, estaremos de vuelta a la salida del sol. —¿Me promete usted, por su honor que una vez acabado este capricho suyo, y liquidado el asunto del insecto (¡santo Dios!), volverá a casa y seguirá al pie de la letra mis prescripciones y las de su médico? —Sí, lo prometo. Y ahora vámonos, porque no hay tiempo que perder. Profundamente deprimido, acompañé a mi amigo. A eso de las cuatro, Legrand, Júpiter y yo nos pusimos en marcha, llevando también al perro. Júpiter se encargó de la guadaña y las palas e insistió en acarrear con todo, creo que más por miedo de que alguno de esos implementos quedara en manos de su amo que por exceso de complacencia. Estaba muy malhumorado, y «maldito bicho» fueron las únicas palabras que brotaron de sus labios durante todo el viaje. Por mi parte, me habían confiado un par de linternas sordas, mientras Legrand se contentaba con el escarabajo, que había atado al extremo de un hilo y hacia girar a su alrededor mientras andaba, con aire de prestidigitador. Cuando reparé en esta última y clara prueba de la demencia de mi amigo, apenas pude contener las lágrimas. Me pareció, sin embargo, preferible seguirle la corriente, al menos por el momento, hasta que pudiese adoptar medidas más enérgicas con garantías de buen resultado. Inútilmente traté de sondearlo sobre los propósitos de la expedición. Una vez que hubo logrado convencerme de que lo acompañara, no parecía dispuesto a mantener conversación sobre ningún tema menudo, y a todas mis preguntas respondía invariablemente: «¡Ya veremos!» Por medio de un esquife cruzamos el arroyo en la punta de la isla y, remontando las onduladas colinas de la orilla opuesta, nos encaminamos hacia el noroeste, atravesando una región tan salvaje como desolada, donde era imposible descubrir la menor huella de pie humano. Legrand rompía la marcha con gran decisión, deteniéndose aquí y allá para consultar ciertas indicaciones en el terreno, que supuse había hecho él mismo en una ocasión anterior. De esta manera avanzamos durante unas dos horas, y el sol se ponía cuando entramos en una zona muchísimo más desolada de lo que habíamos visto hasta entonces. Era una especie de meseta, cerca de la cima de un monte casi inaccesible, cuyas laderas aparecían densamente arboladas y sembradas de enormes peñascos que daban la impresión de estar sueltos en el suelo, y a los que sólo el soporte de los troncos impedía rodar a los valles inferiores. Profundos precipicios en distintas direcciones daban a aquel escenario un aire todavía más grande de solemnidad. La plataforma natural a la que habíamos trepado estaba cubierta de espesas zarzas, a través de las cuales hubiera sido imposible pasar de no tener con nosotros la guadaña. Bajo las órdenes de su amo, Júpiter empezó a abrir un camino en dirección a un gigantesco tulípero, que se alzaba allí en unión de unos ocho o diez robles, sobrepasándolos a todos (como hubiera sobrepasado a cualquier otro árbol) por la belleza de su follaje, su forma, la enorme extensión de las ramas y su majestuosa apariencia. Una vez llegados al pie del tulípero, Legrand se volvió a Júpiter y le preguntó si se animaba a trepar a la copa. El buen viejo se quedó un tanto aturdido y no contestó al principio. Acercóse por fin al enorme árbol, dio lentamente la vuelta, examinándolo minuciosamente. Terminado el escrutinio, se limitó a decir: —Sí, massa. Júpiter puede treparse a cualquier árbol del mundo. —Pues arriba entonces, y lo antes posible, porque está oscureciendo y pronto no