errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa— eran ahora completamente
desconocidos.
Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había destronado de
golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa eran tema de
minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de
probables alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a
posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían
visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba
gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La humanidad
palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación cuando el cometa
hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las
últimas esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron la
certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de
los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo
bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más
insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus
atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente
nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo
sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez
había tomado la apariencia de un gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un
horizonte al otro.
Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos
hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una
insólita agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror
era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto
nuestra vegetación se había alterado sensiblemente y, como ello nos había sido
pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje lujurioso,
completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era evidente que el
núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los
homb res, y la primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones y el
espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa constricción del
pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra
atmósfera estaba radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a
que podía verse sujeta constituían ahora el tema de discusión. El resultado del examen
produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.
Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un compuesto de
oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El
oxígeno, principio de la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para
la vida animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El
nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un
exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los
espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba el espanto
era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total
del nitrógeno? Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el