decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en interpretar los
pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la destrucción final de todas las cosas
por el fuego, como referidos solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero,
sobre la causa inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la
ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que
antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos cuerpos
celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter, sin que produjeran
ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de aquellos planetas secundarios.
Hacía mucho que considerábamos a esos errabundos como creaciones vaporosas de
inconcebible tenuidad, inca paces de dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un
choque directo. No sentíamos temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los
cometas eran perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible
buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en aquellos días finales las
conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban singularmente entre los hombres, y
aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa
formulado por los astrónomos fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza
generales.
Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y todos los
observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra.
Dos o tres astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era
inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos
días no quisieron creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a
consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un
hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres
comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al
principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto.
Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho días no
advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió muy poco.
Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los
intereses se concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del
cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y
los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores o a
sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían
en procura del conocimiento perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de
su excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de
resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era
dado ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la densidad del
núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de
un visitante similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente,
capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en
la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás se
había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por intervención del fuego; así
lo enseñaban con un brío que imponía convicción por doquier; y el que los cometas no
fueran de naturaleza ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en
gran medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los
prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a las guerras —