V. —Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear
los seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así
es individualizado el hombre. Despojado de su envoltura corporal sería Dios. El
movimiento particular de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento
del hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios.
P. —¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios?
V. —(Después de mucho vacilar.) No pude haber dicho eso, es un absurdo.
P. —(Recurriendo a mis notas.) Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el
hombre sería Dios».
V. —Y es verdad. El hombre así despojado sería Dios, sería desindividualizado. Pero
no puede despojarse jamás de esa manera —por lo menos nunca podrá—, a menos que
imaginemos una acción de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad.
El hombre es una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del
pensamiento ser irrevocable.
P. —No comprendo. ¿Usted dice que el hombre nunca podrá desprenderse de su
cuerpo?
V. —Digo que nunca será incorpóreo.
P. —Explíquese.
V. —Hay dos cuerpos: el rudimentario y el completo, que corresponden a las dos
condiciones de la crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa
metamorfosis. Nuestra presente encarnación es progresiva, preparatoria, temporaria.
Nuestro futuro es perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad
absoluta.
P. —Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable.
V. —Nosotros sí, pero la crisálida no. La materia que compone nuestro cuerpo
rudimentario está al alcance de los órganos de este cuerpo, o, más claramente, nuestros
órganos rudimentarios se adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al
que compone el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo
percibimos la envoltura que cae al morir, desprendiéndose de la forma interior, no esa
misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es apreciable para los que ya
han adquirido la vida definitiva.
P. — Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la
muerte. ¿Cómo es eso?
V. —Cuando digo que se parece a la muerte, aludo a que se asemeja a la vida
definitiva, pues cuando estoy en trance los sentidos de mi vida rudimentaria quedan en
suspenso y percibo las cosas exteriores directamente, sin órganos, a través de un
intermediario que emplearé en la vida definitiva, inorganizada.
P. —¿Inorganizada?
V. —Sí; los órganos son mecanismos mediante los cuales el individuo se pone en
relación sensible con clases y formas particulares de materia, con exclusión de otras clases
y formas. Los órganos del hombre están adaptados a esta condición rudimentaria y sólo a
ésta; siendo inorganizada su condición última, su comprensión es ilimitada en todos los
órdenes, salvo en uno: la naturaleza de la voluntad de Dios, es decir, el movimiento de la
materia indivisa. Usted tendrá una idea clara del cuerpo definitivo concibiéndolo como si
fuera todo cerebro. No es eso; pero una concepción de esta naturaleza lo acercará a la
comprensión de su ser. Un cuerpo luminoso imparte vibración al éter. Las vibraciones
engendran otras similares dentro de la retina; éstas comunican otras al nervio óptico. El