que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en seguida (a pesar de
todos los dogmas escolásticos) a una masa única, a una materia indivisa. Pues, aunque
admitamos una infinita pequeñez en los átomos mismos, la infinita pequeñez de los
espacios interatómicos es un absurdo. Habrá un punto, habrá un grado de sutileza en el
cual, si los átomos son suficientemente numerosos, los interespacios desaparecerán y la
masa será absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución atómica,
la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra concepción del espíritu. Está
claro, sin embargo, que es tan materia como antes. La verdad es que resulta imposible
concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos
de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la
consideración de una materia infinitamente rarificada.
P. —Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella
es la ligerísima resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a
través del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en cierto grado, pero
que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por alto. Sabemos
que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad
absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay interespacios no puede haber paso. Un éter
absolutamente denso detendría de una manera infinitamente más efectiva la marcha de una
estrella que un éter de diamante o de acero.
V. —Su objeción se contesta con una facilidad que está casi en proporción con su
aparente