nervio envía otras al cerebro, y el cerebro otras a la materia indivisa que lo penetra. El
movimiento de esta última es el pensamiento, cuya primera ondulación es la percepción. De
esta manera la mente de la vida rudimentaria se comunica con el mundo exterior, y este
mundo exterior está limitado para la vida rudimentaria, por la idiosincrasia de sus órganos.
Pero en la vida definitiva, inorganizada, el mundo exterior llega al cuerpo entero (que es de
una sustancia afín al cerebro, como he dicho), sin otra intervención que la de un éter
infinitamente más sutil que el luminoso; y todo el cuerpo vibra al unísono con este éter,
poniendo en movimiento la materia indivisa que lo penetra. A la ausencia de órganos
especiales debemos atribuir, además, la casi ilimitada percepción propia de la vida
definitiva. En los seres rudimentarios los órganos son las jaulas necesarias para encerrarlos
hasta que tengan alas.
P. —Usted habla de «seres» rudimentarios. ¿Hay otros seres pensantes rudimentarios
además del hombre?
V. —Las numerosas acumulaciones de materia sutil en nebulosas, planetas, soles y
otros cuerpos que no son ni nebulosas, ni soles, ni planetas tienen la única finalidad de dar
pábulo a los distintos órganos de infinidad de seres rudimentarios. De no ser por la
necesidad de la vida rudimentaria, previa a la definitiva, no hubiera habido cuerpos como
éstos. Cada uno de ellos es ocupado por una variedad distinta de criaturas orgánicas,
rudimentarias, pensantes. En todas los órganos varían según los caracteres del lugar
ocupado. A la muerte o metamorfosis, estas criaturas que gozan de la vida definitiva —la
inmortalidad— y conocen todos los secretos, salvo uno, actúan y se mueven en todas partes
por simple volición; habitan, no en las estrellas, que nosotros consideramos las únicas cosas
palpables para cuya distribución ciegamente juzgamos creado el espacio, sino el espacio
mismo, ese infinito cuya inmensidad verdaderamente sustancial se traga las estrellas al
igual que sombras, borrándolas como no entidades de la percepción de los ángeles.
P. —Usted dice que, «de no ser por la necesidad de la vida rudimentaria», no hubiera
habido estrellas. ¿Pero por qué esta necesidad?
V. —En la vida inorgánica, así como generalmente en la materia inorgánica, no hay
nada que impida la acción de una única y simple ley, la Divina Volición. La vida orgánica y
la materia (complejas, sustanciales y sometidas a leyes) fueron creadas con el propósito de
producir un impedimento.
P. —Pero de nuevo, ¿qué necesidad había de producir ese impedimento?
V. —El resultado de la ley inviolada es perfección, justicia, felicidad negativa. El
resultado de la ley violada es imperfección, injusticia, dolor positivo. Por medio de los
impedimentos que brindan el número, la complejidad y la sustancialidad de las leyes de la
vida orgánica y de la materia, la violación de la ley resulta, hasta cierto punto, practicable.
Así el dolor, que es imposible en la vida inorgánica, es posible en la orgánica.
P. —¿Pero cuál es el propósito benéfico que justifica la existencia del dolor?
V. —Todas las cosas son buenas o malas por comparación. Un análisis suficiente
mostrará que el placer, en todos los casos, es tan sólo el reverso del dolor. El placer positivo
es una simple idea. Para ser felices hasta cierto punto, debemos haber padecido hasta ese
mismo punto. No sufrir nunca sería no haber sido nunca dichoso. Pero se ha demostrado
que en la vida inorgánica no puede existir dolor; de ahí su necesidad en la orgánica. El
dolor de la vida primitiva en la tierra es la única garantía de beatitud para la vida definitiva
en el cielo.
P. —Todavía hay una de sus expresiones que me resulta imposible comprender: «la
inmensidad verdaderamente sustancial» del infinito.