en cuarto —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ
Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia
sobre el hipocondríaco cuando una noche, tras informarme bruscamente de que Lady
Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante
quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio.
El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad
de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter
insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por
parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de
negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la
escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una
precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La
cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se
apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era
pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad,
justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había
desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los
últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una
parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una
protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido
agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror,
retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de
su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que
atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas
palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían
existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron
mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Lady
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas
las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el
pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos
la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con
fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en
las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían
desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en
aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había
adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos
había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una
vacilación trémula como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por
momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin
descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en
cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la