(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente
de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su
novedad (pues otros hombres2 han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la
defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en
su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas
condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el
vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo
he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la
sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas
piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las
cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación
inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia
—la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en
la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los
muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso
que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no
haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la
existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo
con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Vever et Chartreuse,
de Gresset, el Belfegor, de Maquiavelo; Del Cielo y del Infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia, de Robert Flud, Jean d’Indaginé
y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y la Ciudad del Sol, de
Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium
Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre
los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso l