locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención,
como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara,
que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las
extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Lady
Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera
especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las
horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de
convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que,
atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de
aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del
lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de
una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre
las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté
atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos
ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no
sé de dónde.