convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco
desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena
viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Lady Rowena Trevanion de
Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El
vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Lady de Tremaine? Y las mejillas
—con rosas como en la plenitud de su vida—, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas
de la viviente Lady de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana,
¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué
inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a
mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y
entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos
desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se
abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. «¡En esto, por lo menos
—grité—,
nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños
ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!»