podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún
vacilante. Pero, al cabo de un breve período, fue evidente la recaída, el color desapareció de
los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban
doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y
un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez
cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el
diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas
visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido
procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se
repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi —claramente— temblar los
labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes
nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta
entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo
por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber
me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la
garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el
corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté
y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no
pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las
pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después,
el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez; el aspecto
consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días,
habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse
de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que
venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella
noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se
repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una
muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto
de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué
extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se
movió de nuevo ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más
horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y
permanecía rígido sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas
emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El
cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los
párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura,
podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte.
Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando,
levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera
peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente,
palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el
aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome,