la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí
que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la
alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había
una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la
sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada
dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino,
crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se
había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba
caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando
percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después,
mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer
dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o
cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo
con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que,
según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya
actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la
tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé
solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada.
Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí.
Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes
figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario
suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de
una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las
débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la
mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos
de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el
indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el
pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor,
permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia
del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi
ensueño. Sentí que venia del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una
agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir
algún movimiento del cadáver mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme
equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con
decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos
minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente
que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo
de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecible, que
no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón
dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber
me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en
los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero
la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca,
yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no