paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una
infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o
nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente
intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás
de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Lady de Tremaine las impías horas
del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa
temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo
pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con
qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me
embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada,
etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con
más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba
habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de
la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje
vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la
desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado —ah, ¿era posible que
fuese para siempre?— en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Lady Rowena cayó súbitamente
enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su
inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de
la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica
influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el
restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve período cuando un
segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su
constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces,
tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el
conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal
crónico —el cual parecía haber invadido de tal modo s ԁ