melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los
sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del
país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió
pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de
aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en
la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una
compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los
suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto,