un invisible, largo Sufrimiento.
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Ven tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del «Hombre», y que es su héroe
el Vencedor Gusano.
—¡Oh, Dios! —gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al
cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos—. ¡Oh Dios! ¡Oh, Padre
Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez
vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la
voluntad y su fuerza? El hambre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con
ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las
palabras finales del pasaje de Glanvill: «El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.»
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria
desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo
que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo
común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo
tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las
más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste
vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos