Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta,
crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un
contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por
nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió
mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora
invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil,
con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser
primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin,
en su rostro. La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo
fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con
innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban
por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y
parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los
labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una ͽ