meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era
invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada,
una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas
pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca
eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había
alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del
mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he
dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban
ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las
características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del
noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San
Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia:
Mortuus est Deifilius; credibili est quia ineptum est: et sepultas resurrexit; certum est quia
impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil
investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón
semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los
ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al
contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda
parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su
desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y
anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno
era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy
conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con
frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a
producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la
idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias,
podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se
gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución
física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la
extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las
pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras
entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su
imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva,
palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal,
sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un
objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y
ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo,
lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo
tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en
uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la
hermosa Alción1 —, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca.
1
Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este