encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación;
ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la
huida silenciosa de las horas de alas negras.
¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil
tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante
mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo,
fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes!
Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La
enfermedad —una enfermedad fatal— cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la
observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos
y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El
destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no
la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que
ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse
como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en
catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de
recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad —
pues me han dicho que no debo darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía
rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y
extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin obtuvo sobre mí un incomprensible
ascendiente. Esta monomanía si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de
esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es
más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible
de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa
intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear
términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo,
aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al
margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en
una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme
durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los
rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente
alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de
suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física
gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de
las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las
facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o
explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por
objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común
a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente.
Tampoco era, como pudo suponerse al princi pio, un estado agudo o una exageración de esa
tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el
fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en
una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un
ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus