horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con
sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de
las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien
me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana
temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y
terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de
despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta
del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico período intermedio no tenía
conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de
horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una
página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos,
ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el
espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis
oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los
susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada
de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero,
¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no
merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un
libro y en una frase subrayada: Dicebant mihi sedales si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos
y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como un habitante
de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló
con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de
un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para
buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló,
susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún
respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me
tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto
que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté
hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó
de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose,
rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos
pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.