ayuda. Su anfitrión lo vinculó de inmediato con el Southern Literary Messenger, una
revista de Richmond. Allí apareció Berenice, y meses más tarde Edgar regresaría, una vez
más, a «su» ciudad virginiana para incorporarse a la redacción de la revista y asumir su
primer empleo estable. Pero, entretanto, la mala salud se había manifestado
inequívocamente. Hay testimonios de que en el período de Baltimore, Edgar tomó opio (en
forma de láudano, como De Quincey y Coleridge). Su corazón no andaba bien y necesitaba
estímulos; el opio, que le había dictado tanto de Berenice y que le dictaría muchos otros
cuentos, lo ayudaba a reaccionar. Su llegada a Richmond significó un resurgimiento
momentáneo, la posibilidad de publicar sus trabajos y, sobre todo, de ganar algún dinero,
ayudar a «Muddie» y a «Sis», que esperaban en Baltimore. Los habitantes de Richmond
que habían conocido al niño Edgar, al mozo de turbulenta fama, encontraban ahora a un
hombre prematuramente envejecido a los veintiséis años. La madurez física le sentaba bien
a Edgar. Sus pulcras si bien algo raídas ropas, invariablemente negras, le daban un aire fatal
en el sentido byroniano, presente ya en los fetichismos de la época. Era bello, fascinador,
hablaba admirablemente bien, miraba como si devorara con los ojos, y escribía extraños
poemas y cuentos que hacían correr por la espalda ese frío delicioso que buscaban los
suscriptores de revistas literarias al uso de los tiempos. Lo malo era que Edgar sólo ganaba
diez dólares semanales en el Messenger, que sus amigos de juventud andaban cerca y que
en Virginia se bebe duro. La lejanía de «Muddie» y de Virginia hacía también lo suyo.
Edgar bebió la primera copa y el resto fue la cadena inevitable de consecuencias. Esta
caída, alternada con largos períodos de salud y temperancia, va a repetirse ahora
monótonamente hasta el fin. Uno daría cualquier cosa por refundir todos los episodios en
uno, evitar esa duplicación infernal, ese paseo en círculo del prisionero en el patio de la
cárcel. Al salir de una de sus borracheras, Edgar escribe desesperado a un amigo —
mientras le oculta con típica astucia la verdadera razón—: «Me siento un miserable y no sé
por qué... Consuéleme... pues usted puede hacerlo. Pero que sea pronto... o será demasiado
tarde. Escríbame inmediatamente. Convénzame de que vivir vale la pena, de que es
necesario...» Esta vaga alusión a un suicidio habrá de materializarse años después.
Por supuesto, perdió su empleo, pero el director del Messenger estimaba a Poe y volvió
a llamarlo, aconsejándole que viniera con su familia y que viviera junto a ella lejos de
cualquier lugar donde hubiera vino en la mesa. Edgar siguió el consejo y Mrs. Clemm y
Virginia se le reunieron en Richmond. Desde las columnas de la revista la fama del joven
escritor empezaba a afirmarse. Sus reseñas críticas, ácidas, punzantes, muchas veces
arbitrarias e injustas, pero siempre llenas de talento, eran muy leídas. Durante más de un
año Edgar se mantuvo perfectamente sobrio. En el Messenger empezaba a aparecer en
folletín la Narración de Arthur Gordon Pym. En mayo de 1836 Poe se casó por segunda
vez, pero ahora públicamente y rodeado por sus amigos, con la siempre maravillada
Virginia. Aquel período —en el q YH