El año 1833 y gran parte del siguiente fueron tiempos de penoso trabajo en la más
horrible miseria. Poe era ya conocido por los círculos cultivados de Baltimore, y su cuento
vencedor, Manuscrito hallado en una botella, le valía no pocas admiraciones. A comienzos
de 1834 le llegó la noticia de que Allan estaba moribundo y, sin pensarlo dos veces, se
lanzó a una segunda e insensata visita a «su» casa. Rechazando al mayordomo, que debía
de tener instrucciones de no dejarlo entrar, voló escaleras arriba para detenerse en la puerta
de la habitación donde John Allan, paralizado por la hidropesía, leía el diario en un sillón.
Al verlo, el enfermo fue presa de un acceso de furor, y se enderezó bastón en mano
profiriendo terribles insultos. Los sirvientes acudieron y echaron a la calle a Edgar. En
Baltimore, poco después, se enteró de la muerte de Allan. Éste no le dejó ni un centavo de
su enorme fortuna. Digamos de él que, si Edgar hubiera seguido alguno de los sólidos
caminos profesionales o comerciales que su protector le proponía, nada hace dudar de que
Allan lo hubiera ayudado hasta el fin. Edgar tuvo plena razón en seguir su camino, y por su
parte Allan no puede ser culpado más allá de lo razonable. Su verdadera falta no fue tanto
no «entender» a Edgar, sino mostrarse deliberadamente mezquino y cruel, obstinándose en
acorralarlo y dominarlo. Al fin y al cabo, Mr. John Allan perdió la partida contra el poeta
en todos los terrenos; pero la victoria de Edgar se parecía demasiado a las de Pirro para no
desesperar en primer término al vencedo ȸ)M