nuevos peldaños hacia su propia perfección literaria prueba toda la fuerza que habitaba en
ese gran débil. Pero a veces Edgar perdía los estribos. No se sabe que bebiera entonces más
de la cuenta (aunque para él la menor dosis era siempre fatal). Habíase enamorado de Mary
Devereaux, joven y bonita vecina de los Clemm. Para Mary, el poeta representaba el
misterio y, en cierto modo, lo prohibido, pues corrían ya rumores sobre su pasado, en gran
medida sembrados por él mismo. Y además, Edgar tenía esa presencia que habría de
subyugar siempre a las mujeres que cruzaron por su vida. La misma Mary, muchísimos
años después, lo recordaba así: «Mr. Poe tenía unos cinco pies y ocho pulgadas de estatura,
cabello oscuro, casi negro, que usaba muy largo y peinado hacia atrás como los estudiantes.
Su cabello era fino como la seda; los ojos, grandes y luminosos, grises y penetrantes. Tenía
el rostro completamente afeitado. La nariz era larga y recta, y los rasgos muy finos; la boca,
expresivamente hermosa. Era pálido, exangüe, de piel bellamente olivácea. Miraba de
manera triste y melancólica. Era sumamente delgado... pero tenía una fina apostura, un
porte erguido y militar, y caminaba rápidamente. Lo más encantador en él, sin embargo,
eran sus modales. Era elegante. Cuando miraba a alguien parecía capaz de leer sus
pensamientos. Tenía una voz agradable y musical, pero no profunda. Vestía siempre una
chaqueta negra, abotonada hasta el cuello... No seguía la moda, sino que tenía su propio
estilo.»
Con semejante retrato no sorprenderá que la niña quedara fascinada por su cortejante.
El idilio duró apenas un año, y la gazmoñería de la época hizo lo suyo. «Mr. Poe no
valoraba las leyes de Dios ni las humanas», dirá Mary en sus recuerdos de vejez. Mr. Poe
era celoso y provocaba violentas escenas. Mr. Poe se propasaba. Mr. Poe se consideró
ofendido por un tío de Mary, que se inmiscuía en su noviazgo, y, luego de comprar una
fusta, fue a buscar a dicho caballero y le dio de latigazos. Sus parientes contestaron
golpeándolo y desgarrándole de arriba abajo la chaqueta. La escena final es digna de la
mejor escena romántica: Mr. Poe atravesó tal como estaba la ciudad, seguido de una turba
de chiquillos, armó un escándalo en la puerta de Mary, se metió en su casa y acabó
tirándole la fusta a los pies, mientras decía: «¡Toma, te regalo esto!» Pero la anécdota es
importante: por primera vez vemos a Edgar con las ropas destrozadas, perdido todo
dominio de sí mismo; se exhibe al desnudo, como tantas veces más adelante, en un patético
testimonio de su fundamental inadaptación a las leyes de los hombres. La familia de Mary
hizo el resto, y Mr. Poe perdió a su novia. Consuela pensar que no lo lamentó demasiado.
En julio de 1832, Edgar supo que John Allan había hecho testamento y que estaba
gravemente enfermo. Fue inmediatamente a Richmond, por razones donde el interés y los
recuerdos del pasado se mezclaban confusamente. Nadie lo había invitado, pero él llegó
tempestuosamente y se coló de rondón, dándose de boca con la segunda Mrs. Allan, que no
tardó en hacerle entender que lo consideraba un intruso. No es difícil imaginar la violenta
reacción de Edgar bajo ese techo que guardaba el recuerdo de su «madre» y toda su
infancia. Volvió a perder la serenidad de la manera más lamentable, sobre todo porque no
tuvo el valor de enfrentar a Allan, y salió de la casa en el preciso momento en que aquél,
presurosamente reclamado, acudía con el estado de ánimo imaginable. La visita acababa en
el más completo fracaso, y Edgar se volvió a Baltimore y a la miseria.
En abril de 1833 escribiría su última carta a su «protector». Contiene un párrafo que lo
dice todo: «En nombre de Dios, ten piedad de mí y sálvame de la destrucción.» Allan no le
contestó. Pero en el intervalo Edgar había ganado el primer premio (y 50 dólares) en un
concurso de cuentos del Baltimore Saturday Visiter. Sus cuentos, al menos, eran más
eficaces que sus cartas.