espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las
mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante
su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj
dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un
postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo
un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y
corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a
salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del
lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza
y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire
apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un
profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de
atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya
cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara
aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso
tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza
sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que
tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus
acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y
vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa
banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron
separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría,
casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus
pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los
límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta
entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores
estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían
altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan
rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las
piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La
más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en
desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían
gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres,
que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como
una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos
pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos
frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios
del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban
y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió
paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre
la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito
movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo
aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a
quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino
que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme