vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando
sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le
había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por
verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar
su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura,
flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la
luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de
excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de
segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y
de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al
desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en
convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la
multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los
empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me
importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad
era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí
andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran
avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no
me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba
tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su
actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar.
Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era
todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la
caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta
reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del
parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad
norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza
brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud
primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo
el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría
camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de
completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo
repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de
descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido
sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas.
Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente
desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás
hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder
seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición
parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se
abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de
compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con
suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos
que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo