evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la
pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable
y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra.
Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia
arriba. Trátese con cuidado.»
Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del
artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme
mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que
quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en Chambers Street, Nueva York.
Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento
de proa —pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa—. Por
consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad.
Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados
y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la
conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más allá de lo
acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas
sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se
encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de
mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.
La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina,
y esto tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente
familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una
tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.
Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto
advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus
opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin
la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt
había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones
de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado
de que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de
heredar. Se había casado con ella —según me dijo— por amor y solamente por amor, pues
su esposa era más que merecedora de cariño.
Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción.
¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado,
tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan
aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él —
especialmente en su ausencia—, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había
dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre —para
usar una de sus delicadas expresiones— «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos
advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su
camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que
se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.
De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún
inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como
fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado
en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él
desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había