capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como
conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que,
cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.
Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como
«las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve
más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.
Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y
me embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión
habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después
que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista —este último en uno de sus
habituales accesos de melancólica misantropía—. Demasiado conocía su humor, sin
embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su
esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como
inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.
La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi
saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me
hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las
entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura
femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se
remontaba a las regiones del puro ideal.
La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer
decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin
embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo
con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e
inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.
Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía
duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al
embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único
que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar
felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.
He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y
medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su
forma era peculiar y, tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado
de mis conjeturas. Se re