sustancia áspera y que algo similar, a los costados, me estrechaba. Hasta ese momento no
me había atrevido a mover ninguno de los miembros, pero entonces levanté violentamente
los brazos que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Golpearon una sustancia sólida,
leñosa, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no pude
dudar de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de mi infinita desgracia, vino dulcemente la Esperanza, como un
querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí y ejecuté espasmódicos conatos para
forzar la tapa; no se movía. Me palpé las muñecas en busca de la soga: no la encontré. Y así
la Consoladora huyó para siempre y una desesperación aún más vehemente reinó triunfal,
pues no podía menos de advertir la ausencia de las almohadillas que había preparado tan
cuidadosamente, y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y peculiar olor de la
tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído en trance
fuera de mi casa, entre extraños, dónde y cómo no podía recordarlo, y ellos me habían
enterrado como a un perro, metido en un ataúd común claveteado, y arrojado a lo profundo,
en lo profundo y para siempre, de alguna tumba ordinaria, anónima.
Cuando esta horrible convicción se abrió paso en las más íntimas estancias de mi alma,
luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje grito
continuo, un alarido de agonía resonó en los ámbitos de la noche subterránea.
—Vamos, vamos, ¿qué es eso?—dijo una voz áspera, en respuesta.
—¿Qué diablos pasa ahora?—dijo un segundo.
—¡Fuera de ahí! —exclamó un tercero.
—¿Por qué aúlla de esa manera, como si fuese un gato montés?—dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos muy rústicos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias.
No me despertaron de mi sueño, pues estaba bien despierto cuando grité, pero me
devolvieron a la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurría cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo me
había internado, en una expedición de caza, varias millas abajo a orillas del río James. Se
acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa
anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos brindó el único abrigo disponible. Le
sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las
dos únicas literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta
toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Su ancho era de dieciocho pulgadas.
La distancia entre el fondo y la cubierta era precisamente la misma. Me resultó dificilísimo
introducirme en ella. Sin embargo dormí profundamente y toda mi visión, pues no era
sueño ni pesadilla, surgió naturalmente de las circunstancias de mi posición, del giro
habitual de mis pensamientos y de la dificultad, a la cual he aludido, de concentrar mis
sentidos y especialmente de recobrar la memoria durante largo tiempo después de despertar
de un sueño. Los hombres que me sacudieron eran la tripulación de la chalupa y algunos
jornaleros contratados para cargarla. De la carga misma procedía el olor a tierra. La venda
alrededor de las mandíbulas era un pañuelo de seda con el cual me había atado la cabeza a
falta de mi acostumbrado gorro de dormir.
Las torturas sufridas fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la
verdadera sepultura. Eran espantosas, de un horror inconcebible; pero del Mal procede el
Bien, porque su mismo exceso provocó en mi espíritu una inevitable reacción. Mi alma
adquirió vigor, adquirió temple. Viajé al extranjero. Hice vigorosos ejercicios. Respiré el
aire libre del cielo. Pensé en otros temas que la muerte. Dejé a un lado mis libros de
medicina. Quemé a Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre