juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la
descomposición material estuviera tan avanzada que impidiese toda conservación. Y aun
entonces mis terrores mortales no atendían a ninguna razón, no aceptaba consuelo.
Comencé una serie de laboriosas precauciones. Entre otras cosas mandé rehacer de tal
manera la bóveda familiar, que era posible abrirla fácilmente desde el interior. La más
ligera presión de una larga palanca que se extendía dentro de la cripta bastaba para abrir
rápidamente los portales de hierro. También estaba prevista la libre admisión de aire y luz,
y adecuados receptáculos para alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para
recibirme. Este ataúd estaba forrado con un material cálido y suave y provisto de una tapa
elaborada según el principio de la puerta de la bóveda, con el añadido de resortes ideados
de tal modo que el más débil movimiento del cuerpo hubiera sido suficiente para soltarla.
Además de todo esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana cuya soga (estaba
previsto) entraría por un agujero en el ataúd, siendo atada a una de las manos del cadáver.
Mas, ¡ay!, ¿de qué sirve la vigilancia contra el Destino del hombre? ¡Ni siquiera esas bien
urdidas seguridades bastaban para librar de las más extremadas angustias de la inhumación
en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época —como ya había ocurrido a menudo— en que me encontré a mí
mismo emergiendo de una total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de
existencia. Lentamente, con gradación de tortuga, se acercaba el alba gris, pálida, del día
psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de dolor sordo. Ninguna
preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Después de un largo intervalo, un
retintín en los oídos; luego, tras un lapso aún más largo, una sensación de hormigueo o
comezón en las extremidades; luego, un período aparentemente eterno de placentera
quietud, durante el cual las sensaciones que despiertan luchan por convertirse en
pensamientos; luego, otra breve zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento.
Al fin, el ligero estremecerse de un párpado, e inmediatamente después, un choque eléctrico
de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes de las sienes al corazón. Y
entonces el primer esfuerzo positivo por pensar. Y entonces el primer intento de recordar. Y
entonces un éxito parcial y evanescente. Y entonces la memoria ha recobrado tanto su
dominio, que en cierta medida tengo conciencia de mi estado. Siento que no estoy
despertando de un sueño ordinario. Recuerdo que he padecido de catalepsia. Y entonces,
por fin, como si fuera la embestida de un océano, abruma mi alma estremecida el único
peligro horrendo, la única idea espectral, siempre dominante.
Durante unos minutos, ya poseído por esta fantasía, permanecí inmóvil. ¿Y por qué?
No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que había de
tranquilizarme sobre mi destino, y, sin embargo, algo en el corazón me susurraba que era
seguro. La desesperación —tal como ninguna otra desdicha produce—, sólo la
desesperación me apremió, después de una larga duda, a levantar los pesados párpados. Los
levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Supe que el ataque había terminado. Supe que la crisis
de mi trastorno había pasado ya. Supe