una tumba. Y cuando, al fin, me hundía en el sueño, era sólo para precipitarme de pronto en
un mundo de fantasmas sobre el cual se cernía con sus vastas, negras alas tenebrosas, la
única, la sepulcral Idea.
De las innumerables imágenes lúgubres que me oprimían en sueños elijo para mi relato
una visión solitaria. Soñé que había caído en trance cataléptico de duración y profundidad
mayores que las habituales. De pronto una mano helada se posó en mi frente y una voz
impaciente, farfullante, susurró en mi oído:« ¡Levántate! »
Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado.
No podía traer a la memoria ni el período durante el cual había caído en trance, ni el lugar
donde yacía ahora. Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, la
fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz
farfullante decía de nuevo:
—¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?
—Y tú—pregunté—, ¿quién eres?
—No tengo nombre en las regiones donde habito—replicó la voz, plañidera—. Fui un
hombre y soy un demonio. Soy implacable, pero digno de lástima. Tú has de sentir que me
estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo y, sin embargo, no es por el frío de la
noche, de la noche sin fin.