Durante varios años sufrí accesos de ese singular trastorno que los médicos se han
puesto de acuerdo en llamar catalepsia, a falta de un nombre más definitivo. Aunque tanto
las causas inmediatas como las predisposiciones y aun el diagnóstico real de esta
enfermedad siguen siendo misteriosos, su carácter evidente y manifiesto es de sobra
conocido. Las variaciones parecen serlo especialmente de grado. A veces el paciente yace
sólo un día, o un período aún más breve, en una especie de exagerado letargo. Está privado
de conocimiento y aparentemente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben
débilmente, quedan algunas huellas de calor, una ligera coloración se demora en el centro
de las mejillas y, aplicando un espejo a los labios, podemos descubrir una torpe, desigual y
vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas y aun meses,
mientras el examen más minucioso y las más rigurosas pruebas médicas no logran
establecer ninguna distinción material entre el estado del paciente y lo que concebimos
como muerte absoluta. Muy a menudo lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que lo
sabían ya atacado de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo lo salva su
apariencia incorrupta. La enfermedad avanza, por fortuna, gradualmente. Las primeras
manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más
característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la seguridad principal en
cuanto a la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera el carácter grave que en
ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente depositado vivo en la tumba.
Mi caso difería en características sin importancia de los mencionados en los libros de
medicina. A veces, sin ninguna causa aparente, me sumía poco a poco en un estado de
semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad para moverme o para
hablar o pensar, pero con una confusa conciencia letárgica de vida y de la presencia de
aquellos que rodeaban mi lecho, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía,
de improviso, el perfecto conocimiento. Otras veces el acceso era rápido, fulminante. Me
sentía enfermo, aterido, helado, con vértigo y, de pronto, caía postrado. Entonces todo
estaba vacío semanas enteras, y negro, silencioso, y la nada se convertía en el universo. La
total aniquilación no podía ser mayor. De estos últimos ataques despertaba, sin embargo, en
una lenta gradación comparada con la instantaneidad del acceso. Así como amanece el día
para el mendigo sin casa y sin amigos, para el que rueda por las calles en la larga y
desolada noche de invierno, así, tan tardía, tan cansada, tan alegre volvía a mí la luz del
Alma.
Pero, fuera de la tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera
advertido que sufría tal enfermedad a menos que una peculiaridad de mi sueño pudiera
considerarse como provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar de inmediato
la posesión de mis sentidos y permanecía siempre durante algunos minutos en un estado de
extravío y perplejidad, pues las facultades mentales en general y la memoria en especial se
hallaban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia
moral. Mi imaginación se tornó macabra. Hablaba «de gusanos, de tumbas, de epitafios».
Me perdía en ensueños de muerte, y la idea del entierro prematuro poseía permanentemente
mi espíritu. El horrible peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante
el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema.
Cuando las torvas tinieblas se extendían sobre la Tierra, entonces, presa de los más
horrendos pensamientos, temblaba, temblaba como los trémulos penachos de la carroza
fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no podía soportar la vigilia, luchaba antes de consentir en
dormirme, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en