Al practicarse una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e
incorrupto del sujeto sugirió la conveniencia de aplicar la batería. Se hicieron sucesivos
experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada peculiar en ningún sentido, salvo, en
una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor que la ordinaria en la acción convulsiva.
Era tarde. Estaba por amanecer y se juzgó oportuno, al fin, proceder de inmediato a la
disección. Pero uno de los estudiantes tenía especiales deseos de probar una teoría propia e
insistió en la aplicación de la batería a uno de los músculos pectorales. Después de practicar
una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un
movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hasta el centro del
recinto, miró extrañado a su alrededor unos instantes y entonces... habló. Lo que dijo fue
ininteligible, pero pronunció unas palabras; el silabeo era claro. Después de hablar, cayó
pesadamente al suelo.
Por un momento todos quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso
pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que Mr. Stapleton estaba vivo, aunque en
síncope. Después de administrársele éter revivió y recobró rápidamente la salud, retornando
a la sociedad de sus amigos, a quienes se ocultó, sin embargo, toda noticia de su
resurrección hasta que ya no hubo peligro de una recaída. Es de imaginar la maravilla de
aquéllos y su arrobado asombro.
La nota más espeluznante de este incidente se encuentra, sin embargo, en lo que afirma
el mismo Mr. Stapleton. Declara que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un
modo oscuro y confuso percibía lo que le estaba ocurriendo desde el momento en que fuera
declarado muerto por los médicos hasta aquel en que cayó desmayado sobre el piso del
hospital. «Estoy vivo», fueron las palabras incomprensibles que, después de reconocer la
sala de disección, había intentado en su apuro proferir.
Sería cosa fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo porque, en realidad,
no nos hacen falta para sentar el hecho de que se producen entierros prematuros. Al
reflexionar en las muy raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad
de conocerlos, debemos de admitir que han de ocurrir frecuentemente sin que lo sepamos.
En realidad, rara vez se ha removido con cierta extensión un cementerio, por cualquier
motivo, sin que aparecieran esqueletos en posturas que insinúan la más horrible de las
sospechas.
¡Horrible, sí, la sospecha, pero más horrible el destino! Puede asegurarse sin vacilación
que ningún suceso se presta tan terriblemente como la inhumación antes de la muerte para
llevar al colmo de la angustia física y mental. La intolerable opresión de los pulmones, las
sofocantes emanaciones de la tierra húmeda, las vestiduras fúnebres que se adhieren, el
rígido abrazo de la morada estrecha, la negrura de la noche absoluta, el silencio como un
mar abrumador, la invisible pero palpable presencia del vencedor gusano, estas cosas, junto
con los recuerdos del aire y la hierba que crecen arriba, la memoria de los amigos queridos
que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca
podrán enterarse de él, de que nuestra suerte desesperanzada es la de los muertos de verdad,
estas consideraciones, digo, llevan al corazón aún palpitante a un grado de espantoso e
intolerable horror, ante el cual la imaginación más audaz retrocede. N