nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que
cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque
temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.
Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde
semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que
implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables
imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra
imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón
nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay
en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al
borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de
pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos
para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un
brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos
arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos
hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad
considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a
veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais
considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas
del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación.
Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su
realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias
francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por
obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi
imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también
que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles
impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el
candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la
mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto
por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por
mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía
fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme
sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía
en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo
me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que
las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una
época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse
en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella
por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memo ɥ