irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el
error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos
impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no
admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo,
elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no
deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente
provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea.
La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de
autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro
bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se
sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que
será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos
perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento
fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería
que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las
preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más
incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo
haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con
circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de
agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso
lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera
de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa
cólera con ciertos incisos y