machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El
martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria.
Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo
en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón.
Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado
no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus
embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el
asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi
asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo
enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me
abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación,
era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al
fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino.
Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis
oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar.
Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y
entonces algún demonio invisible —pensé— me golpeó con su ancha palma en la espalda.
El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada
prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que
me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra
desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!
Pero, ¿dónde?