Como estudiante, Edgar fue todo lo sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de
sus condiscípulos lo muestran dominando intelectualmente aquel grupo de jeunesse dorée
virginiana. Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus lecciones
mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de profesores y condiscípulos.
Lee, infatigable, historia antigua, historia natural, libros de matemáticas, de astronomía y,
naturalmente, a poetas y novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes
el clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas y
luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna francachela
en las tabernas de los aledaños. El estudio, el juego, el ron, las fugas, todo es casi lo mismo.
Cuando las deudas de juego alcanzaron una cifra exasperante para John Allan y éste se
negó una vez más a pagarlas, Edgar tuvo que abandonar la Universidad. En aquel entonces
una deuda podía llevar a cualquiera a la cárcel o, por lo menos, vedarle el reingreso al
Estado donde la había contraído. Edgar rompió los muebles de su cuarto para encender un
fuego de despedida (era en diciembre de 1826) y abandonó la casa de estudios. Sus
camaradas de Richmond lo acompañaban; para ellos empezaban las vacaciones, pero él
sabía que no volvería más.
Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances
Allan cariñosa como siempre, pero el «querido papá» (como le llamaba Edgar en sus
cartas) ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas
llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan
de alejar prudentemente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la
atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de Navidad y las
fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a
igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la Universidad y
a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo
secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas
para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de
estudiar Leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó todo una noche y repuso
negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de
John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar
durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al
Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin
resultado. Su «madre» le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan
debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había
supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se
abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con
fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia.
Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en
inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió
de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir
conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor
le permitió publicar Tamerlán y otros poemas, su primer libro (mayo de 1827). En el
prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce
años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal
mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir que el libro no se
vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro
recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía,