-¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de Medicine-Bow está resentido y no aguantaría el
peso del tren.
El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba sobre el torrente, a una milla del sitio
donde se había parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres estaban rotos, y el puente
amenazaba ruina, siendo imposible arriesgarse y pasarlo. El guadavía no exageraba al
afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los hábitos de los americanos, cuando son ellos
prudentes, sería locura no serlo.
Picaporte, que no se atrevía a contárselo a su amo, estaba oyendo lo que decían, quieto
como una estatua y apretando los dientes.
-¡Me parece --exclamó el coronel Proctor- que no vamos a estar aquí criando raíces en la
nieve!
-Coronel -respondió el conductor-, hemos telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un
tren, pero es probable que no llegue a Medicine-Brow antes de seis horas.
-¡Seis horas! --dijo Picaporte.
-Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo para llegar a pie a la estación.
-Pero si no está más que a una milla --dijo un viajero.
-En efecto; pero al otro lado del río.
-Y ese río, ¿no puede pasarse con barca?
-Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias. Es un raudal y tendremos que dar un
rodeo de diez millas al Norte para hallar un vado.
El coronel echó una bordada de temos, pegándola con la compañía y con el conductor,
mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos de hacer coro con él. Había un obstáculo
material, contra el cual habían de estrellarse todos los billetes de banco de su amo.
Además, el descontento era general entre los viajeros, quienes, sin contar con el atraso, se
veían obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo, pues, alboroto,
vociferaciones, gritería, y esto hubiera debido llamar la atención de Phileas Fogg, a no estar
absorto en el juego.
Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la
cabeza baja cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo, levantando la voz:
-Señores, tal vez hay un medio de pasar.
-¿Por el puente? --dijo un viajero.
-Por el puente.
-¿Con nuestro tren? -preguntó el coronel.
-Con nuestro tren.
Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del maquinista.
-¡Pero el puente amenaza ruina! --dijo el conductor.
-No importa -respondió Foster-. Creo, que, lanzando el tren con su máxima velocidad, hay
probabilidad de pasar.
-¡Diantre! --exclamó Picaporte.
Pero cierto número de viajeros fueron inmediatamente seducidos por la proposición que
gustaba especialmente al coronel Proctor. Este cerebro descompuesto consideraba la cosa
como muy practicable. Se acordó de que unos ingenieros habían concebido la idea de pasar
los ríos sin puente, con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de cuentas, todos los
interesados en la cuestión se pusieron de parte del maquinista.
-Tenemos cincuenta probabilidades de pasar -decía otro.
-Sesenta -decía otro.
-Ochenta... ¡Noventa por ciento!
Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto a intentarlo toda para pasar el
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