Test Drive | Page 76

Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por consiguiente, podía emplear un día entero en la capital de Califomia. Hizo traer un coche para mistress Aouida y para él. Picaporte montó en el pescante, y el vehículo a tres dólares por hora se dirigió al hotel Internacional. Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran ciudad americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico anglo-sajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus, tranvías y las aceras atestadas, no sólo de americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer una población de doscientos mil habitantes. Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que veía, porque no tenía idea más que de la antigua ciudad de 1849, población de bandidos, incendiarios y asesinos, que acudían a la rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San Francisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines verdosos, y después una ciudad china, que parecía haber sido importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas coloradas a usanza de los buscadores de oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgommery Street, similar a la Regent Street de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York estaban llenas de espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates los productos del mundo entero. Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra. El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de "buffet", abierto "gratis" para todo transeunte. Cecina, sopa de ostras, galletas y Chester, todo esto se despachaba allí, sin que el consumídor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy americano a Picaporte. El restaurante del hotel era confortable. Mister Fogg y mistress Aouida se instalaron en una mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos negros del más puro color de azabache. Después de almorzar, Phileas Fogg, acompañado de mistress Aouida, salió del hotel para ir a visar su pasaporte en el consulado inglés. Encontr