célebre compañía japonesa, lo cual, si era poco halagüeño, le permitiría estar en San Francisco
antes de ocho días.
La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batuicar, debía comenzar a
las tres de la tarde, y bien pronto resonaban en la puerta los formidables instrumentos de una
orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había podido estudiar su papel, pero
debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el gran ejercicio del racimo humano,
ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este "gran atractivo" de la representación, debía
cerrar la serie de ejercicios.
Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e indígenas,
chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las estrechas banquetas y en
los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían entrado, y la orquesta completa,
gongos, tam-tams, castañuelas, flautas, tamboriles y bombos, estaban operando con todo
furor.
Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso
confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. An-nado el uno con un
abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y las flores. Otro
trazaba, con el perfumado ~umo de su pipa, una serie de palabras azuladas, que formaban en
el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas, que
apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus labios, y encendía una con otra, sin
interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios., las combinaciones
más inverosímiles bajo su mano; aquellas zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida
propia en sus interminables giros, corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables,
sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta
sobre el borde de vasos de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos
los rincones, produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas
tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los
despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los metían
en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en que la
distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales.
Inútil es describir los prodigiosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la compañía.
Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron ejecutados con
admirable precisión; pero el principal atractivo de la función era la exhibición de los
narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía.
Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación directa del
dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido par de alas en sus
espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía, era una nariz larga con que llevaban
adornado el rostro, y, sobre todo, el uso que de ella hacían. Esas narices no eran otra cosa más
que unos bambúes, de cinco, seis y aun diez pies de longitud, rectos unos, encorvados otros,
lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos apéndices, fijados con solidez, se verificaban los
ejercicios de equilibrio. Una docena de los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y
sus compañeros se pusieron a jugar sobre sus narices enhiestas cual pararrayos, saltando,
volteando de una a otra y ejecutando suertes inverosímiles.
Para terminar, se había anunciado especialmente al público la pirámide humana, en la cual
unos cincuenta narigudo ́